Bip. Suena un wassap. Despierto. Abro los ojos. Huele a conejo. A trajín. A batalla. A sudor y fluidos. A sexo sucio.

La universitaria rubia, flaca y tetona que me escribió ayer tarde por Facebook ya no está. Existiendo redes sociales, ¿quién cojones necesita Tinder?

Dicen que hay gente que no piensa a todas horas en sexo. Qué vidas tan deprimentes deben de tener. ¿Y si no piensan en sexo, en qué piensan? ¿Están enfermos? ¿Cómo lo hacen?

Si tú eres uno de esos o de esas, hazme caso, suelta el libro cuanto antes y ponte a lo tuyo. A lo que sea.

Un libro debe ser un artefacto preciso, perfecto, una bomba de relojería a punto de estallar, que en el momento en que lo abres, ya sabes que irremediablemente, te va a acabar explotando en las manos, leo en la blanca pizarra que descansa sobre el escritorio, junto al Lenovo y la ventana abuhardillada. Leo como todas las mañanas nada más despertar, esa frase que escribí con toda la ilusión y la confianza del mundo el día que me instalé en este cuco loft en el centro de Madrid, con el objetivo de parir mi primera novela, una historia cruda y real como la vida misma que hable sobre todas las cosas que pensamos y sentimos y no nos atrevemos a contarle a nadie.

Sin embargo, a día de hoy, seis meses después, no he escrito una triste línea. Sigo bloqueado, padeciendo el síndrome de la página en blanco, el word virgen. Pero no me agobio, estoy viviendo, lo que en cierta manera ya es estar escribiendo. Ahora solo falta sentarse y escribirla.

A decir verdad, creo que el problema, o uno de ellos, es que follo por encima de mis posibilidades, y entre unas cosas y otras no me queda demasiado tiempo ni energía para centrarme en la escritura. Esa es la verdad. Porque yo no sé tú, pero yo a todas horas pienso en sexo. Mi cabeza solo piensa en mujeres. Así, sin más, en plural. Mujeres. Mi animalejo siempre anda hambriento, inquieto, al acecho, y cada vez que me cruzo con una chica mona, o sexy, o interesante, o que por lo que sea despierta algo en mí, mi mente fantasea en cómo sería el asunto con ella, cómo me hace o le hago cochinadas.

Y por si esto fuera poco, todos los días me llegan mensajes de mujeres a mansalva. La prodigiosa combinación de mi popularidad, junto con las redes sociales, me procuran una cantidad de mujeres que no estarían a mi alcance de otra manera. Si no fuera por mi fama, no las cataría ni en mis mejores sueños. Esa es otra verdad. Y cada día llegan así, de cualquier manera.

Soy famoso porque salgo por la tele. Trabajo como tertuliano futbolero y madridista en un programa de televisión nocturno. No, en el de Pedrerol no, en el otro, el de la competencia. Lunes, martes, miércoles y viernes siento cátedra sobre lo más importante de todas las cosas que no tienen importancia, como dijo algún sabio. Y lo hago de manera muy seria, voceando, gesticulando, retrepándome en la silla, ninguneando a reputados dinosaurios del periodismo deportivo, a millonarios agentes habituados a mercadear en el negocio sin escrúpulos y a exfutbolistas y exentrenadores de primera, todos curtidos en mil batallas, porque para eso me pagan, aunque nunca le di una buena patada a una lata.

Es un trabajo fácil. Solo he de ver los partidos del Real Madrid tirado en el sofá de mi casa y, si acaso, alguno de vez en cuando del Barcelona y, si estoy muy aburrido, del Atleti. El señor Augusto pasa sobre las nueve de la noche a recogerme con un coche oficial, grande y oscuro que siempre huele a nuevo; llego media hora antes al plató, me maquillan, paliqueo tonterías con los otros invitados, ceno unos canapés ricos del delicioso catering y vomito en el directo cuatro gilipolleces con cierta gracia defendiendo siempre los intereses del club de mis amores, que por cierto, ahora siento que lo amo más que nunca. Tal vez sea por los tres mil eurales que me agencio cada mes gracias a su existencia y que me dan tiempo y espacio para luchar por mi auténtico sueño: ser escritor en una ciudad tan divertida y literaria como Madrid. Antes de la medianoche, el señor Augusto me devuelve a mi casa en su coche impoluto y silencioso.

En la penumbra, sobre el escritorio y bajo la frase con la que trato de encontrar la motivación todos los días, el portátil me reta desafiante. De alguna manera sabe que hoy tampoco lo abriré, y entonces, como cada mañana, me atormento: ¿Cuándo tendré por fin los cojones de comenzar a escribir esa novela gamberra e irreverente que parta como un rayo a miles de lectores?

Al instante, caigo en la cuenta de que es viernes, un mal día para comenzar cualquier cosa, y la misma ola de frustración de todas las mañanas me recorre por dentro y me hace sentir un fracasado.

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Porque como ves, vivo en una loca contradicción. Todos los días, cuando despierto, tengo claro que jamás conseguiré dar vida a la novela que a todas horas crece en mi cabeza, pero sin embargo, conforme va pasando el día, y sobre todo cada vez que entro en una librería, sueño, y a veces hasta siento la absoluta certeza de que sí, de que un día me veré sentado tras una mesa repleta de libros, y veré colas de cientos de lectores esperando emocionados a que firme sus ejemplares, veré mis libros decorando los escaparates y las entradas de las librerías de todo el país, veré las listas de los más vendidos lideradas durante meses por mis novelas, veré las portadas de los suplementos culturales con mi carótida fingida de escritor interesante que sabe lo que ha hecho y cómo. Cierro los ojos, me agarro a la almohada y pienso que esa es mi vida. Querer y no poder. Creer que seré capaz de escribir la novela y todo lo contrario.

Bostezo. Me desperezo. Los ruidos de la calle y la luz que se cuela por debajo del estor me anuncian que deben de ser como las once. Temprano.

Adormilado, me tapo hasta la cabeza y pienso en lo diferente que era mi vida hace unos meses, cuando aún vivía en la casa de mis padres, en el lamentable barrio que me vio crecer, rodeado de gente de otro planeta con la que no tenía nada que ver, ni de que hablar, y en el que tan asfixiado me sentía. Por resumir, hasta hace poco más de diez años, vivía en casa de mis padres, en Badalona, enamorado contra mi voluntad, como tantos otros, de mi primera novia, Angie. Así que mi vida se precipitaba a ser una copia de la triste existencia de mis amigos, conocidos y desconocidos vecinos de los que tan lejos me sentía. Se supone que uno no elige de quién se enamora, ni decide dejar de amar cuando le viene en gana y por ese motivo, Angie, mi primer amor, y la insaciable curiosidad de mi polla eran del todo incompatibles. Era preso de dos mundos. Tú ya sabes de qué te hablo. Y tú también, querida. Me las quería follar a todas. Afortunadamente, la voracidad de mi polla, una chiquilla morbosa llamada Verónica y mis malos hábitos y compañías me empujaron a vivir unos tiempos turbulentos que me llevaron en picado a tocar fondo, pero con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que en ocasiones, tocar fondo, atravesar una oscura y larga travesía de la que parece no haber salida, es lo mejor que te puede pasar; porque mueres, mueres en vida, y un día vuelves a nacer. Y ya nada es lo mismo. La vida es otra cosa, porque ya nada es realmente importante. Así que sueltas lastre, coges carrerilla, mandas a todo el mundo a la mierda y decides, justo en ese momento, que empieza tu segunda vida, la buena, y que cada pequeña decisión que tomes a partir de entonces te va a acercar a ser la persona que siempre quisiste ser. La vida se saborea más intensamente después tocar fondo, pero eso solo lo sabemos los que al menos ya hemos muerto una vez en esa vida.

Remoloneo. Hago una croqueta a la derecha y me encuentro sobre la almohada con un pelo negro y largo. No, el pelo no es de la jovenzuela rubia, flaca y glotona estudiante de medicina que se presentó ayer tarde por mensaje directo en mi Facebook, mientras se aburría en la facultad, para confesarme que es forofa del Real Madrid, y que algunas noches, cuando su padre pone el programa, me ve en la tele, y que sería increíble poder conocerme en persona, cualquier día, para tomar un café o unas cañas, y que apenas un par de horas más tarde, cruzaba bastante más tímida que en la aplicación, la puerta de mi guarida. Las cosas de la fama en los nuevos tiempos. Cualquiera, cuando menos se lo espera, puede acabar follándose a su fantasía tras un simple like. La vida es así, no la he inventado yo, que decía la canción.

En fin, que es un pelo negro y largo de la loca Lolita.

Lolita es una simpática y descarada, dulce y jovial, sensual y alocada joven, muy fan también de mi personaje televisivo, que se propuso follarme, y que el jueves de la semana pasada, a las cinco de la tarde, cogió en la estación Sur de Madrid el bus que la devolvía a su vida en la gélida Segovia con el objetivo sobradamente cumplido.

Como ves, solo me interesan las mujeres que son fan. Porque yo soy un vago. Un vago al que le gusta encontrarse las cosas ya medio hechas y porque sería de gilipollas ponerme a perder el tiempo con desconocidas cuando a diario me escriben docenas de fervientes admiradoras.

Buenas noches, fenómeno. Solo quería saludarte. Te veo todas las noches y me parto con tus salidas. Eres un puto crack. El puto amo. ¡Hala Madrid! Besitos. Así, con este simpático y escueto mensaje directo por Instagram, la loca Lolita se presentó ante mis ojos y me puso sobre la pista de sus fotos sexys, atrevidas, incendiarias, y claro, me dejé llevar.

Lolita tiene un cuerpo joven, esbelto, blanquecino y contundente, una media melena negra, como la de Uma Thurman en Pulp Fiction, y una mirada zorruna, como de mosquita muerta, pero no. Repasé todas sus publicaciones con detenimiento, salivando, con la convicción depredadora de que más pronto que tarde me la acabaría zumbando, como casi siempre.

Esa misma noche, le respondí. Al rato comenzamos a hablar por wassap, y media hora más tarde por teléfono.

Lolita me cuenta que tiene veintidós años recién cumplidos, que es muy madridista y que me ve casi todas las noches tumbada en la cama de su habitación de piso compartido a la vez que se entretiene en Instagram. La joven Lolita tiene chispa. Es divertida, ingeniosa, desvergonzada. Y tiene una voz dulce y alegre, como de niña contenta que siempre ríe cuando habla, con la que me cuenta que es de un pueblo de Ciudad Real pero que estudia enfermería en Segovia, que es una gran lectora, que se enganchó a los libros leyendo con catorce años Cincuenta sombras de Grey, que devora las novelas de comedia romántica y erótica, y emocionada, me confiesa que uno de sus libros favoritos es Diario de una ninfómana, y entonces callo como un putas y no le revelo que con las cuatro o cinco primeras páginas tuve suficiente para saber que esa novela no merecía mi tiempo y que lo único que me gustó fue el título. De hecho, ahora que lo pienso, tal vez se lo robe. Sí, tal vez titule mi novela Diario de un ninfómano que no escribe. También me explica que trabaja de viernes a domingo como imagen en una discoteca porque necesita el dinero para pagarse la habitación y porque le pirra que la miren, también en los antros.

La siguiente noche volvimos a hablar por teléfono hasta las tantas. Nos reímos. Conectamos. Lolita es de esas chicas jóvenes, deshinibidas y lanzadas que no se anda con rodeos y te habla de sexo o te cuenta su vida íntima como si hablara del último estreno de Netflix. Así que me cuenta que no tiene novio porque se aburre, porque los tíos no la dejan ser ella, y sobre todo porque le encanta el sexo, y si te encanta el sexo, me informa con su voz aniñada, no puedes tener pareja. Ya me he dado cuenta de que no se puede tener todo en esta vida. O una cosa o la otra. Me agobia muchísimo saber que no puedo follar con otra gente que me gusta, y de repente es como que me asfixio, como que noto que se me pasa la vida y no la disfruto, y me siento atrapada y me da ansiedad, confiesa descojonándose de la risa.

Poco después, esa misma noche, la muy descarada dejó caer como el que no quiere la cosa que nunca había estado en Madrid, y que le gustaría venir a pasar unos días, a hacer turismo y tomar ricas tapas con sus cañas fresquitas, pero que no conoce a nadie en la ciudad. En ese preciso momento me dije me la voy a follar por todos lados.

La tercera noche, tumbado en el sofá, en una penumbra esclarecida por la luz anaranjada de la lámpara de Ikea que ilumina mis lecturas y con Gran Torino, una vez más, acompañando en la tele a bajo volumen, me confiesa que ella se hace sus propias sesiones fotográficas. Entonces, me pide un segundo y de repente me sorprende con el envío por wassap de una foto sentada a los pies de la cama, frente a un espejo, desnuda, solo cubierta por un pequeño tanguita, las piernas cruzadas, la cara relajada y serena, mordiéndose putonamente la falange del dedo índice. Lolita tiene dos bonitas tetas acampanadas, naturales, de tamaño medio, blancas, con unos pezones rosados y planos que apenas se distinguen en las areolas. ¿Te gusta? me pregunta juguetona con su vocecilla y yo mucho le respondo travieso, excitado, acariciándome suave, y ya sabía yo que eras un guarrindongo me suelta, y nos partimos de risa. Y entonces me dice emocionada, espera, que estoy segura de que estas te van a gustar aún más, y en unos segundos entran tres primeros planos de su coño rosado, cerrado y barbilampiño como el conejo de una Barbie, y tatuado justo encima, un simpático lacito de color rojo como el de Minnie Mouse con sus dos finas cuerdecitas suspendiéndose en la piel de sus ingles enmarcando el regalo listo para ser abierto.

Me cautivó y sucumbí. Lolita despertó en mí esos comportamientos deleznables que todos escondemos, supongo. Y a mí eso me encanta porque me hace sentir sucio y vivo al mismo tiempo. Somos así, nos fascina lo prohibido. Nos hechizan las mismas cosas que nos escandalizan si las hacen otros. Porque tenemos nuestros motivos. Solo uno mismo puede amar su propia basura. Lolita despertó al animalejo indomable que habita en mí, y yo, mientras hablábamos con el manos libres, no podía hacer más que tocarme abajo, tumbado en el sofá en el que sabía que pronto la tendría haciéndome guarrerías.

Así que lo planeé todo. Porque Madrid es una de las ciudades más peligrosas del mundo, si no la más. Y si tienes una responsabilidad importante, algo que no quieres perder, como un trabajo o una familia, tienes que mantenerte lejos de las cañas de cerveza y las copas de vino imprevistas: son la ruina. Si tomas la primera, puedes ver cómo tu vida se tambalea en cuestión de segundos. Madrid manda. Así que para esquivar el riesgo y dedicarle a Lolita todo el tiempo y las atenciones que merecía, a la mañana siguiente llamé a la tele y me cogí unas inmerecidas vacaciones contra la voluntad de Borja, el productor del programa, al que no le caigo demasiado bien y que de mala manera trató de disuadirme, no te columpies, tronco, que nadie es imprescindible y aquí estamos trabajando para mantener a nuestras familias. No estamos para juegos. Colgué. Me acojoné. Dudé. Hasta que miré las fotos de Lolita y mi polla despejó todas las dudas.

Con los tres mil euros que me levanto cada mes con el programita, como te dije, me doy el lujo de vivir en un moderno y coqueto estudio de sesenta metros cuadrados en Malasaña. El pisito no es grande, pero cuenta con todas las comodidades; piltra de metro y medio, un cuco saloncito con dos grandes ventanales abuhardillados por donde entra toda la luz de Madrid, una magnífica librería repleta de libros que separa la cama del resto de la estancia; cocina independiente y grande con full equip; aire acondicionado; calefacción de parquet radiante y un cuarto de baño amplio con una bañera grande. Una chocita bien apañada, digna y con mucho encanto en la que dar el mejor alojamiento y los mejores servicios a mis fugaces amantes.

Malasaña es el barrio de moda en el centro de Madrid. Qué cojones, es uno de los barrios más transgresores, creativos, influyentes y cosmopolitas de Europa, y por ese motivo sus calles están plagadas de estudiantes de moda, cine, fotografía, televisión, música, diseño, tatuaje, peluquería o maquillaje, entre otras muchas cosas, que a diario se dan de hostias con youtubers, instagramers e influencers para alquilar un pisucho carísimo en el lugar donde todo el mundo con ganas de notoriedad quiere estar. Parte de la magia de Malasaña es que los comercios tradicionales, muchos de ellos familiares y centenarios que han sido regentados por varias generaciones, como las antiguas panaderías, carnicerías, pescaderías, fruterías y ferreterías donde encontrar el puto tornillo que te falta, aún hoy resisten y conviven con naturalidad con las barberías para hipsters , los centros de tattos, las tiendas de ropa vintage al peso, las de zapatillas molonas, las de skaters, las de fumones de cannabis, los restaurantes de cocinas internacionales y las cafeterías y librerías de postureo para idioters poco originales. A pesar de la purria que la habita, Malasaña me gusta, porque si te aíslas de tanta tontería, si tienes un poco de criterio, y como yo, el refugio en una callecita apartada y tranquila por donde apenas pasa nadie, puedes hacer una plácida vida de barrio junto a la Gran Vía. Pero eso sí, pagando una buena pasta por el alquiler.

Como Lolita tenía que darle color con su presencia a una discotequilla segoviana todo el fin de semana, cuadramos agendas para que llegara el lunes por la mañana y regresara a su vida el viernes al mediodía.

Peligro en Las Gaunas es lo que primero que pensé en la estación, y aquí hay faena larga, lo segundo, nada más ver bajar del autobús esas piernas largas y firmes apretadas en sus jeans ajustados, ese cuerpo juvenil, sólido y apetecible, y esa sonrisa traviesa y delatora.

Lo primero que descubrí de Lolita es que follar con ella es como rodar una película porno. Lo lleva en la sangre. Es de esas chicas que saben usar el coño. Me quedó claro segundos después de que soltara las maletas en mitad del salón.

Paso del Madrid de postureo, a mí dame de comer como Dios manda y llévame a las tabernas de toda la vida, donde ponen buena comida casera, que yo aunque sea una personaja y me haya tatuado el lacito de Minnie Mouse encima del coño, soy más de pueblo que un arado, me ordenó tapándose la cabeza con la almohada descojonándose de risa tras el segundo polvazo.

Y así de ricamente comenzaron nuestros cuatro fascinantes días de aventuras. Esos días en los que das gracias por haber nacido, en los que nada importa más que la siguiente caña, la siguiente risa, la siguiente mirada juguetona, el siguiente polvo. Cuatro fantásticos días de desayunos, paseos, fotos, cervezas, vinos, tapas, sidras, helados, risas, charlas, abrazos, besos, roces, cariño, ternura, y sexo, mucho sexo. Follábamos mañana, tarde y noche. Conectamos brutalmente. Hubo una química descomunal. A veces pasa. Y nos comíamos con fiereza, como si el mundo fuera a petar en mil pedazos en cualquier momento sin saber cuándo. Muchos polvos, en muchas posturas y por todos los agujeros. Polvos en la cama, en el sofá, en la mesa, en la cocina, en el baño, con música, con velas, con porno. Nos pasamos los cuatro días frotándonos como animales. Lolita es insaciable. Tiene alma de actriz porno. Sé de lo que hablo.

Por si no lo sabías, soy el mejor anfitrión de Madrid. Así que día a día le fui descubriendo los mejores rincones de Malasaña, Conde Duque, Sol, Letras y La Latina. Le hice el mejor tour gastronómico por los sitios más castizos y míticos de cada barrio, además del tour del Bernabéu, claro, que tanta ilusión le provocaba. Por supuesto, yo pagaba todo feliz de la vida por el placer de pasearme estos cuatro días con una joven de veintidós años tan risueña, cariñosa y desvergonzada como Lolita. Esto es vida, pensaba.

Lolita a todas horas me pedía que le hiciera fotos. Es una exhibicionista nata. Fotos con las tapas, con las cañas, con los churros de San Ginés, fotos en el Km 0, fotos en la Puerta del Sol, fotos con el Oso y el Madroño, fotos con el letrero del legendario Tío Pepe, con los músicos callejeros, fotos nocturnas en mitad de la Gran Vía, aprovechando los semáforos en rojo, con el neón de la Schweppes iluminando el cielo negro de Madrid. A cada rato me enchufaba su Iphone con la funda rosa chicle coronada con una bola de peluche, y posando y descojonándose de risa como una pirada me gritaba, venga, dispara muchas fotos seguidas, haz la metralleta, y yo le hacía mil fotos, y cuando se le acababan las poses, venía hacia mí a la carrera, ansiosa, chillando divertida a ver a ver, déjame ver las fotos, y las miraba todas rápido, los ojos encendidos como una niña tras su primer ratoncito Pérez, y qué guays, como molan, gracias, me repetía siempre riendo, y se colgaba de mi cuello, y saltaba encima de mí, y me abrazaba con sus largas piernas, y me comía a besos, y yo moría de felicidad. Acto seguido, sin perder un segundo, subía las mejores fotografías a Instagram. Para decepción de sus babosos seguidores, con exceso de ropa. Sobre todo para los de Madrid, que como tiburones hambrientos le acribillaban a mensajes y le suplicaban al menos una caña y tenían que joderse ante la falta de respuestas, sospechando con cada publicación que sí, que la indómita Lolita ya andaba feliz por las calles de Madrid con un desconocido que le abastecía de las mejores cañas y viandas de la ciudad y le hacía fotos como una metralleta.

El mejor polvo, sin duda, era el del mediodía. Sobre la una y media empezábamos a tomar cañas picando algo, y tres o cuatro tabernas después, cuando las cervezas ya nos hacían sentir más que achispados, Lolita gozaba jugueteando conmigo, provocándome, calentándome, poniéndomela dura. La cabrona me sonreía coqueta, retirándome despacio la mirada de una manera muy zorruna y eso ya bastaba. Sabía mucho. Otras veces, aprovechando la multitud en los bares, se colocaba delante de mí, y con disimulo, me rozaba con su vampeta duro sobre el tejano hinchado, midiendo y aumentando mi nivel de excitación. Y así, con la simpática borrachera y sus malignas travesuras, nos íbamos incendiando hasta que no lo resistíamos más, y entre risas y jadeos, echábamos a correr cogidos de la mano por las atiborradas calles de Malasaña en busca de mi casa para desnudarnos y empujarnos con todas las ganas del mundo.

Como siempre, cuando pasamos por la famosa y concurrida calle Preciados y nos cruzamos con los equipos de reporteros haciendo entrevistas a los transeúntes, pienso en el pasado, en mi vida como periodista en Barcelona. Cuando los veo detrás de la gente, cargados con los trípodes, los micros, las cámaras, las bolsas de material, achicharrados por el sol en verano y helados de frío en invierno, siempre me viene a la cabeza cuando yo era uno de ellos, colaborando en Barcelona con el departamento de corazón de una importante agencia de comunicación, cubriendo eventos con famosos, haciendo guardias en hoteles, casas y aeropuertos. Ahora los veo con distancia y pienso que ya no podría volver a hacer la calle ocho, diez o doce horas al día como en aquellos tiempos. Ni loco.

La tarde del jueves, recuperando el resuello tirados en la cama, paseando su dedo índice por mi pecho, sin venir a cuento, Lolita me confesó que un día se folló a tres tíos en su casa. Un fin de semana se quedó sola en el piso compartido porque sus compañeras de vida viajaron a sus pueblos aprovechando que el martes era fiesta y había un puente largo. Pero ella no viajó, se quedó sola en el piso de estudiantes porque tenía mejores planes, porque sí, porque le apetecía. Y me lo contó como quien dice pues ayer me tomé tres vinos, como si tal cosa. Jugó sus cartas porque le ardían las ganas en el cerebro y abajo hacía tiempo. Lo que tenía claro es que no podía zumbarse a tres chismosos habitantes de Segovia, que al día siguiente, o la misma noche, se lo contarían hasta a sus madres. Así que, esa noche, se llevó de la polla a tres jóvenes turistas holandeses que partían de vuelta a casa a la mañana siguiente y que se despedían de España emborrachándose en la discoteca a la que Lolita le daba luz haciendo de florero. Y yo, con la cabeza atolondrada por la cogorza de cervezas y la soñarrera post polvo, me quedé un tanto desubicado, ya que siempre había escuchado la versión de los tres machotes que se tiraban a una pobre y confundida chica aunque esta se mostrara sedienta de pollas. Pero no, amigo, nada que ver, la historia tenía una perspectiva distinta. Fue Lolita quien se zumbó a los tres tulipanes, en su habitación, uno detrás de otro, de dos en dos o de tres en tres, vete tú a saber. Porque sí, porque le salió no sé cómo de ese coño insaciable y sin un puto pelo que tantas alegrías le da y tantas le dará. Porque le apetecía darse un homenaje de pollas mientras que ellos hacían cola para comerse las babas ajenas tirándose a la misma tía que se acababa de follar su colega o su hermano o su primo. Visto así, no es lo mismo. Bien por ti, Lolita. Ole, tú.

Y es que me fascinan las mujeres que se sienten orgullosas de ser tan reputas. Que gozan sin remilgos ni ridículos miramientos esa sublime y auténtica libertad de gritarle a este mundo al que todo le parece mal soy todo lo puta que quiero porque he venido al mundo a pasármelo bien sin atender a los nazis del puritanismo y la falsa moral. Esas mujeres tan independientes y seguras de sí mismas como para reconocer que son tan cerdas como cualquier tío y que les encanta el sexo libre y sucio, muy sucio, y que follan cuando, cómo y con quien quieren sin andarse con absurdos remordimientos. En realidad, pienso que a estas alturas de la vida, la Real Academia de la Lengua Española debería actualizar, por demanda popular, por el uso de los nuevos tiempos, el significado de la palabra puta. Debería añadir una nueva acepción, la buena, la simpática, la halagadora, la molona, la que tantos millones de mujeres emplean a diario para elogiar a sus amigas más desinhibidas, promiscuas y folladoras cuando confiesan orgullosísimas sus andanzas y devaneos sexuales. Algo así como: Mujer que hace con su cuerpo y su sexo lo que le sale del coño sin atender a palurdos machistas ni a frígidas inquisidoras de coños fríos.

La última noche, con el Spotify ambientando a bajo volumen con la lista de sus canciones favoritas de Alejandro Sanz, abrazándonos con las piernas bajo las sábanas, me animé y le conté a Lolita que estoy escribiendo una novela. Cuando tengo visita, siempre escondo la pizarra con la famosa frase detrás del sofá para evitar cuestionarios que en cierta manera me hacen daño y hasta sentirme un impostor. Lolita, entusiasmada, dio un brinco, se sentó a horcajadas encima de mis caderas y me bombardeó a preguntas con los ojos haciéndole chiribitas, y yo, azuzado por la imagen de ese cuerpo joven, terso y excitante, le expliqué que escribo una historia que va sobre la vida, sobre los anhelos, los sueños, los miedos, las frustraciones, el amor, el desamor y el sexo. Y Lolita, comenzando la cabrona a menear muy despacio su blanca y experta cadera sobre la mía, poniéndome su mirada más dulce y traviesa, sintiéndome crecer entre sus piernas, me suplicó que por favor la saque en la novela, que me daba permiso para escribir cualquier cosa sobre ella, pero con una sola condición; que por nada del mundo le cambiara el nombre, que esa loca de remate se llamara Lolita.

El viernes por la mañana, cuando el autobús se alejaba y Lolita me decía adiós con su manita desde la ventanilla, me aplastó una extraña sensación mezcla de bienestar, de felicidad y de plenitud, pero también de pena, amargura y tristeza. Porque me vi solo en el andén de la estación de Madrid Sur, rodeado de un montón de ruidosos autobuses desplazándose lentamente y de gente afligida y callada arrastrando sus pesadas mochilas, bolsas y maletas, regodeándome en los formidables momentos que había vivido junto a la loca Lolita que tanto sexo, risas y cariño me había regalado, pero al mismo tiempo martirizándome porque había pasado otra semana en la que no había escrito ni una sola línea. Otra semana en la que ni siquiera había sido capaz de visualizar ese primer capítulo impactante, trepidante, atrapante que te meta en la historia en cero coma para no soltarte hasta el final. Ese buen primer capítulo que toda novela necesita.

Bostezo, me desperezo en la cama y recuerdo el wassap que sonó hace un rato. Alargo la mano a la mesita y cojo el teléfono que duerme sobre los libros que no leo pero me hacen compañía. Abro el wassap. Mensaje de Santi: Carapapa, pásate esta noche por el Jarana. Toca Nacho. El garito va a ser una puta perrera. No te falles caracartón.

Dejo el móvil sobre mi regazo y me quedo mirando el techo, pensando que así, como ves, dejándome arrastrar por una vorágine de historias que se solapan casi una encima de la otra, pasan las semanas, los meses y la vida, y yo sigo soñando con ver un día mi novela en las librerías sin tener el coraje de sentarme durante miles de horas frente al word para comenzar a escribirla. Y todas las mañanas me siento culpable por no escribir, pero al mismo tiempo siento que la vida me pone trampas, como Lolita, para que siempre piense en hacer cosas mejores y más excitantes que enfrentarme a mis miedos. Sin embargo, no me digas por qué, pero tengo la firme convicción de que un día me sentaré frente al Lenovo y que el recuerdo de todas mis aventuras y desventuras empezará a fluir como un río salvaje y desbocado, y que la realidad y la ficción acabarán fundiéndose y confundiéndose, y que mis dedos locos aporrearán imparables el teclado dando vida y forma a esa novela que hace demasiado tiempo me quema las entrañas y que, en lo más profundo de mí, sé que algún día escribiré.

Fin del primer capítulo
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